La otra orilla
Saltaste a la otra orilla,
diste un brinco inesperado
casi como saltaban aquellos conejos
que guardabas en el terreno de junto,
en aquel páramo deshabitado, baldío apenas
custodiado por un portón descompuesto
que oxidó la lluvia y el sol,
ese terreno que quiso ser una casa
y nunca pudo,
ese espacio entre nuestra casa y la tuya,
que hermanó siempre tu vida a la nuestra
y guardaba conejos que a veces
dejaste que salieran de sus jaulas
para comerse la hierba terca
que crecía.
Saltaste a la otra orilla,
como saltaban tus conejos:
de imprevisto
y no pude pedirte que regresaras,
no pude volverte a meter
en mi certeza imaginaria
de saberte a salvo.
No pude evitar que saltaras
a esa otra orilla, que dicen,
es más verde y más feliz,
eterna.
Esa orilla que hacía rato,
mirabas calculando la distancia
y que yo, no quise ver,
que ahora miro
hasta cerrando los ojos.
No pude pensar que la muerte era eso:
el brinco inesperado
de un conejo que no vuelve la vista atrás.
Vecinos
Nunca estuvimos más cerca que ahora
aunque fuiste mi vecino.
La misma lluvia que mojó tus tejados,
mojó nuestro techo,
el mismo sol,
el mismo aire,
la misma cuadra.
Nunca estuvimos más cerca que ahora
que toco en la ceniza la carne de tus huesos,
los tejidos blandos que te pudrió el tiempo,
la vida que te ardió en apenas
un parpadeo.
Toco en mis palabras el ansia de escucharte,
del otro lado de la calle
silvando fuerte.
No hacía falta que tocaras a la puerta,
sabía que eras tú. Siempre supe
reconocer tu paso en el paso de los otros.
Algo no acontece normalmente, pienso,
cuando tu chiflido
no cruza la calle a la hora
acostumbrada,
a la hora de siempre,
cuando no avisas que vuelves,
tres casas antes de llegar a tu casa.
No te escucho con ese ruido
que alertaba
a tus perros, a tus hijos,
a nosotros.
Nos quedamos sin sonido,
sin la forma con la que cortabas el aire
con la boca,
sin tu manera voluntaria
de hacerte presente,
eras la flama que atravesaba la calle
como un farol,
iluminando la avenida,
eras un faro
de palabras.
Nuestra calle se quedó en silencio,
nadie interrumpe su quietud
aunque sigan ladrando los perros,
pasando las patrullas,
sonando algunos cláxones.
Presagios
Nunca he querido creer en los presagios,
tampoco soy de las que asustan mariposas
negras de una casa,
o tiran sal si se rompe un espejo.
No soy de las que creen en augurios,
pero veinte días antes de que murieras
una carroza fúnebre atravesó mi calle,
la vi desde el balcón, lentamente, acercarse.
Pensé en ti,
culpándome por evocar el llanto y no la risa,
y no la carcajada que dejabas suelta por la casa,
tirada como los juguetes de un niño irresponsable.
Volteé la mirada para otro lado
pero el semáforo se puso en rojo,
la carroza se detuvo a esperar su paso.
¿Cuánto tiempo se quedó inmóvil?
No lo sé, pero regresé la vista al cruce,
algo insistía en hacerme ver,
un presagio que no quise creer entonces
y me resisto a creer ahora.
La muerte
tiene formas,
de avisarnos,
lo definitivo.
Zel Cabrera
Es poeta, traductora y periodista mexicana. Becaria del Programa de Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes fonca 2017- 2018 y de la Fundación para las Letras Mexicanas flm 2014-2015. Autora de cuatro poemarios. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Tijuana 2018.
Un comentario en ««La otra orilla» y otros poemas de Zel Cabrera»