«La otra Iliada», un poema de Ethel Krauze

Preludio

Canta ¡oh Diosa!, mi cólera encendida,

que ésta es la otra Ilíada:

la Ilíada de Briseida, la cautiva,

la rebelión de la salvaje,

la colmada de ayes y de heridas;

el corazón de la mujer perdida,

violada en las batallas,

funesta a las miradas,

ardiente y negro cisne entre la bruma;

ésta es la Ilíada de la loca

que teje lunas en la sombra;

la Ilíada nueva, aullido de la loba,

la que canta el revés de la mentira:

el pedernal de la vencida,

el trémulo secreto de la bruja

y el humo gutural de la guardiana.  

Canto primero: El cautiverio de Briseida

I

El odio es puro: líquido, hermoso.

El plato, sucio.

El vaso hiede: pérfido, pringoso.

Apesta el fregadero

con sus ollas de costra dura y seca,

con su capa de grasa:

su vieja cucaracha retorciendo

piruetas en la jerga.

Tienes un odio a flor de alma,

-más que de piel, de entraña-,

si alma es lo que guardas en el polvo

del bulto de tu cuerpo,

eso que escapa poco a poco

entre la coladera,

junto al lodo del trapeador,

los pelos sueltos en la tina,

y una familia entera de hormiguitas

que hacían el mandado entre las sobras

del bolso del mercado.

Tu odio sube como lava

tu pecho es un volcán a punto,

-ay, siempre a punto, siempre,

no hay tiempo para la erupción,

¿quién limpiaría el tiradero?,

¿vale la pena el breve desahogo

para tamaño esfuerzo?-

Tu odio sideral

no cabe en el infierno,

la bóveda celeste

no tiene la medida

no puede contenerlo,

te sientes más allá

de todo entendimiento,

incluso más allá del sentimiento,

¿será esto el paraíso

del odio ardiente y puro?

¿Un lugar infinito

y eterno para el odio?

Es el Topus Uranus de Platón,

el Nirvana envidiable de los Budas

que meditan sin tregua Iluminados,

con su poder de ser y ya no ser

al mismo tiempo.

Tú,

con todos tus poderes

barriendo la cocina,

¿habrás llegado a la pureza,

pureza eterna e inmutable,

para sentirte viva,

candente, tú, tú misma

de carne y hueso,

de corazón hirviendo,

con alma, ahora sí,

con alma de guerrera,

con alma de odiadora?

¿Habrás llegado a no ser eso que odias

y ser al mismo tiempo el odio con que odias?

Iluminada seas, llegó tu hora.

Nadie ha cantado una oda al odio puro de lavar los trastes,

al odio feliz de saberse odio,

de sentir ese odio,

de respirarse así,

como un ramaje de nervios que suben por los codos

y florecen temblorosos en la yema de los dedos

al toque de la fibra y del zacate,

¡oh, la espesura de la grasa,

los trozos de cebolla renegridos

la cáscaras de huevo pegadas en el vaso!

¡oh, vestigios de leche fermentada,

el tufo de tocino

quemado y esparcido

en la tarja repleta de cucharas!

Nadie predijo que la Gloria es fácil.

II

Nadie ha escrito los versos más tristes de este día

y del otro

y del otro también,

del que le sigue…

los días que se repiten sin sombra de poesía,

porque el espacio es un fondo de cesto de basura;

el aire,

telaraña de polvo en las cortinas;

el amor,

un amor en abstracto por la vida,

por los otros,

la familia,

la casa,

la casa en pulcritud,

la que no existe:

la idea de la casa;

porque la casa verdadera es la que tienes que limpiar,

barrer,

y sacudir

y sacudir,

barrer,

limpiar.

No te detengas nunca,

nunca,

porque se acaba el sueño,

y si despiertas:

un muladar,

un horizonte de moronas

en el suelo te espera.

III

El baño inspira un capítulo aparte,

y qué decir del excusado:

tres poemas barrocos,

tres sonetos de cuidadoso metro endecasílabo

con sus versos pareados,

sus sílabas silbantes,

y un melódico ritmo de compases.

El cuarto de los niños:

un cuento con lobos feroces y dragones de fauces rugiendo llamaradas,

ese cuarto que soñabas en tu dulce espera

pintado de rosa, de azul, de menta,

de algodón de azúcar,

con cajoneras de dibujos

de ositos y praderas

para los angelitos que Dios te permitiera

engendrar, parir, cuidar, alimentar, educar, y más aún, amar.

Si alguien conoce la inacabable espiral de la palabra amor,

ésa eres tú.

Los adoras,

darías la vida en un instante

por cada uno de sus mil cabellos,

entregarías el hígado,

el páncreas,

la cabeza,

te cortarías la teta izquierda

y también la derecha

por cada uno de sus dientes de leche,

por sus sonrisas cascabeles

y sus guiños de púberes

y adolescentes.

Pero, ¿en qué momento el grande le enseñó al de en medio

la guerra de calcetas contra arañas?

Una araña patona los invita:

sus tentáculos cuelgan en el techo…

¿En qué momento, sabia tú,

se te ocurrió colgar en su recámara

el candil de la abuela?

Primero la escalera

en pos de las calcetas echas bola,

subir entre sudores, alcanzarlos,

desenredarlos con cuidado

de focos puntiagudos que figuran

una llama que arde en miniatura;

desenrollarlos,

despercudirlos en un mar de cloro,

tallarlos con la fuerza de tus manos

-dedos, palmas, antebrazos, brazos, hombros, tórax, cintura

y dos magníficas caderas-,

enjuagarlos, torcerlos

retorcerlos de un lado

retorcerlos del otro,

volver a retorcerlos de ambos lados,

colgarlos,

dejarlos secar,

descolgarlos,

doblarlos con intenso amor,

depositarlos con cuidado en la repisa del armario.

Suspirar,

porque viene la segunda versión.

¿En qué momento se te ocurrió vestir sus lindas camas

con rodapié,

sábana de cajón,

sábana plana,

almohada con funda protectora,

funda de almohada,

cobertor, cubrecama

y un montón de cojines coloridos?

El rojo, de peluche, metió un gol en el librero;

allá quedó el tercero, con marcas de patadas,

junto al mapa de América;

el cobertor es un molusco agazapado entre las patas de la cama,

la funda de cajón fungió anoche

de tienda de campaña;

la funda de la almohada es la casita de las hadas

de la nena, tu hadita hermosa y buena.

Mañana, será sirena, entonces,

la funda servirá de cueva

la gruta submarina donde duerman

las conchas, los cangrejos

y los cepillos de dientes con los que los peina.

Las versiones son tantas,

como el sol saliendo cada día en la mañana.

El cuarto de los niños es teatro sin retorno,

si ha sido inaugurado

no hay días de descanso,

no hay renuncias, no hay cambios de libreto.

No tiene espectadores,

no cuenta con aplausos.

Eres el único personaje en escena,

te encuentras sola con tu prodigioso amor.

IV

Toda la casa es una Ilíada,

es tu Ilíada,

tu personal batalla contra el enemigo:

tu destino de polvo, mugre y chinches,

te avala el trapeador, la escoba, la cubeta,

te cubre el delantal, la jerga y el plumero,

te acompaña la sangre de tu madre

y de tu abuela,

te redimen los rezos de tus tías

tus primas

tus hermanas

tus vecinas;

te sublima el poema irreverente,

locuaz y bufonesco,

que utiliza los versos

para algo tan intrascendente como lo que tú haces,

tan poco atractivo para las artes literarias,

que nunca alcanzará el honor de Aquiles,

como tú no has alcanzado el honor de tu hombre.

Ethel Krauze

Ethel Krauze

Poeta, ensayista, narradora y dramaturga. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas y una maestría en Letras Mexicanas en la FFyL de la UNAM. Ha sido profesora en el CCC, la SOGEM y maestra de tiempo completo en la Academia de Creación Literaria de la Universidad de la Ciudad de México; coordinadora de talleres literarios en el INBA, ISSSTE, Conaculta y CCH-Sur; conductora y guionista de diversos programas de radio y de los programas de televisión “De Cara al Futuro”, en Canal Once, y “Para Gente Grande”, de Televisa. Becaria del INBA / FONAPAS, 1978. Miembro del SNCA desde 2000. Colaboradora de Diálogos, El Día, El Sol de México, El Universal, Excélsior, La Semana de Bellas Artes, Plural, Proceso, Puro Cuento, Tri Quaterly Unomásuno. Su libro La otra Iliada (Ediciones Torremozas, Madrid: 2016) está disponible en formato impreso y electrónico.

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