Flor Venalonso

Todos tenemos un color que nos da calma, que nos ayuda a respirar mejor, que nos hace sentir bien. Poner la mente en blanco, dicen, ayuda a tranquilizarse.

El color que viene a mí cuando cierro los ojos y respiro ha venido para sanar las heridas. Porque es el color del remedio que usaba mi mamá para curarme las raspaduras en la rodilla, por haber corrido en bicicleta y no frenar a tiempo. Respiro, y lo veo detener la hemorragia. Hacer el amor con lo rojo de la sangre. Y de pronto la herida ya no duele. Pienso que viene a mí porque es el color que al cerrar los ojos vi por última vez: la tinta del lapicero con que escribí con letras grandes y redondas la palabra Ensayo literario y Con perspectiva.

Respiro. El cielo, como el mar. Pienso en mi respiración y veo que es azul y se destiñe a violeta. Porque cerrar los ojos me permite pensar. Los libros de poesía, el modernismo, Azul, dijo una vez el poeta y entonces el Blues. Y ahora todo tiene lógica, los textos que escribía de pequeña. Los juegos en rayuela, la tiza en el suelo, las canicas de mi hermano, mi hermana en traje de baño, el uniforme de la escuela, el cerro con forma de mujer dormida frente a mi ventana, la camisa favorita de papá…

Todos tenemos un color favorito, yo no sabía que podría elegir uno en especial de entre los muchos que existen. Pero este color, ahora que lo veo con atención, abunda en mi vida cotidiana, elijo los tonos que serán compañeros de vida y en cada parte sensitiva el azul violeta se cuela hasta obtener su estoico lugar, inamovible y tal vez sin que yo sospechara. Abro los ojos y encuentro que quizá la herida que tengo sigue ahí queriendo sangrar. Por eso el azul violeta amuralla cualquier recoveco en que pudiera filtrarse el dolor, igual que ese líquido que, insisto, mi mamá usaba para curarme.

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