A diferencia del popular mito de Medea, el mito de Mirra es menos conocido, quizás porque el crimen moral que ilustra, la relación incestuosa entre un padre y una hija, es de naturaleza sexual y viola una de las más fuertes prohibiciones culturales; por lo cual, en palabras de los antiguos, nos resulta “aborrecible”.
Con todo lo “moralmente repulsivo” que nos parece, el hashtag #incesto suele ser muy usado en los sitios de pornografía y el binomio hija – padre es un lugar común en esa industria, lo cual algo nos dice sobre las preferencias sexuales de los usuarios, que la industria satisface y estimula.
En este recorrido a través del mito de Mirra y sus cambios en el tiempo, buscaremos la luz que nos otorga para entender lo que hay bajo la sombra proyectada en la relación padre – hija y su distorsión incestuosa.
El origen de Mirra
En el libro décimo de las Metamorfosis, Ovidio ubica la genealogía de Mirra en el linaje de Galatea y Pigmalión. No sería distracción evocar el mito de esta célebre pareja, representada una y otra vez en las artes plásticas y en la música, como en la bella ópera barroca del compositor francés Jean Philipe Rameau.
Pigmalión es un rey de Chipre que, cansado de las mujeres insulsas y llenas de vicios (como las que aún abundamos aquí en la tierra), decide esculpir una mujer idílica. Galatea, la nombra, por el blanco impoluto del mármol.
Tan perfecta y hermosa es su obra que Pigmalión habla con ella con devoción, como si fuera la propia diosa Venus, la viste con costosas púrpuras y la adorna con joyas. La perfección le inspira un profundo amor. Aunque pueda parecernos, Pigmalión no es un demente. En el paradigma del pensamiento griego, la belleza, la verdad y la bondad no sólo eran cualidades de las cosas o de los seres, sino ideas puras, trascendentales, a las que el alma debería aspirar.
Conmovida tanto por el amor de Pigmalión como por la belleza perfecta de Galatea, Venus le concede el don de la vida a la estatua marmórea. Sí, queridas lectoras, la gustada película ochentera, Me enamoré de un maniquí, tiene su origen en el mito de Pigmalión, pero también quizás Pinocho, y toda historia en las que el artífice se enamora de su obra.
Galatea, ya encarnada, y Pigmalión, procrean una hermosa hija llamada Pafos, quien a su vez engendra a Cinyras, el padre de Mirra.
La mitología difiere sobre la paternidad de Cinyras, algunos la atribuyen al dios Apolo y, otros, a un monarca sirio llamado Sándoco, pero el semen divino o mortal no hizo ninguna diferencia para evitar que el destino de nuestro personaje se convirtiera en tragedia.
“Que se alejen hijas y padres para no escuchar”
Ovidio advierte: “De Pafos nació Cinyras. Feliz si no hubiera tenido descendencia” y arenga: “que se alejen hijas y padres para no escuchar” el crimen de Mirra.
Cinyras es un próspero rey de Chipre y algunas narraciones lo sitúan en el periodo de la Guerra de Troya como aliado de Agamenón. Casado con Cencreida, nombra “Mirra” a su primogénita, con quien desarrolla una relación cercana e idílica. La niña crece pródiga en belleza y curiosidad. Imagina, querida lectora que, posiblemente es la nieta de Apolo, la tataranieta de Galatea y tiene un padre poderoso y rico, por ello, al llegar a la edad en que debe elegir consorte (16 años), Mirra tiene una gran cantidad de pretendientes que la quieren en matrimonio.
Cuando Cinyras le pregunta a su hija a quién desea como marido, ella responde que quiere aquel que sea como su padre, respuesta que Cinyras encuentra conmovedora. No sospecha que la muchacha expresa literalmente lo que siente: Mirra está enamorada de él.
Ovidio, en sus Metamorfosis, explica que el amor de Mirra no es un amor legítimo, pues no fue inspirado por Eros, sino por “una de las Furias” o Erinias, por lo cual la joven “siente culpa, combate su amor y […] ruega a los dioses que, oponiéndose, la aparten de su amor si este es delito.”
El sufrimiento y la confusión llevan a la adolescente a querer terminar con su vida. Su nodriza la encuentra a punto de ahorcarse y al impedir el terrible acto de suicidio, se vuelve facilitadora de otro igual de atroz. La nodriza, cómplice, engaña a Cinyras, en la oscuridad hace pasar a Mirra como si fuera una nueva concubina.
“Mirra va a su crimen y, para no verla, huye la luna y se cubren de nubes las constelaciones”, describe Ovidio. El encuentro sexual entre la hija y el padre se consuma.
Una Mirra para cada época
En el siglo XIV, ya en pleno Renacimiento, se realizaron varias reescrituras de las Metamorfosis a la luz del cristianismo. “Ovidios moralizados”, fueron llamadas, pues editan e interpretan los mitos narrados por el latino. Pero ¿cómo es la reescritura del mito de Mirra en una época de pleno fervor religioso?
“Y así sucede que, ignorándolo el padre, Mirra se pone debajo del padre muchas veces y queda embarazada de él”, es como describe el acto incestuoso el monje benedictino Pierre Bersuire, en su Ovidius Moralizatus, sin embargo, ofrece a sus lectores amplísimas interpretaciones. En una, Cinyras representa la santa madre iglesia y Mirra a un monje vicioso y concupiscente que quiere hacer su voluntad a costa de la corrupción de la institución. En otra interpretación más simple, Mirra es la hija del mismísimo diablo, la lujuria encarnada, que será castigada duramente en el infierno.
Reescribir los mitos y actualizarlos a la luz de cada época es una necesidad para quienes tienen un quehacer pedagógico y una tentación para quienes escribimos, pues otorgan referentes sencillos de lo que es socialmente deseable, aceptable o aborrecible; pero también decodifica símbolos y muestra los cambios en sus significados, lo cual es irresistible. Los mitos a lo largo del tiempo son como un río caudaloso formado con las turbias aguas del inconsciente colectivo, peligroso, pero demasiado tentador como para no intentar nadar en él.
En la versión original de Ovidio, cuando Cinyras se da cuenta de que ha estado acostándose con su hija, se horroriza, toma su espada y la intenta matar. Pero Mirra es ágil, escapa, y llevando a su hijo – hermano en su vientre, anda errante durante nueve meses hasta Asia Menor. A punto de parir, cansada de vagar y del tormento de las Erinias, Mirra suplica piedad a los dioses y pide la muerte.
“Los dioses oyeron su ruego, la tierra cubre sus piernas y entre las uñas de sus pies crecen raíces, sus huesos se vuelven leño y en torno a la médula central, la sangre se hace savia, los brazos, grandes ramas; los dedos, pequeñas; y la piel se viste de corteza” (Ovidio, Metamorfosis, Bruguera, pp. 197).
Mirra se transforma en un árbol que llora permanentemente lágrimas perfumadas. Pero la joven no morirá con su hijo dentro de ella. En su metamorfosis, ya con sus entrañas adquiriendo la dureza de la madera, Mirra gime, se retuerce y se esfuerza hasta que de “su corteza hendida”, nace llorando un niño que es ungido con las gotas del llanto de su madre. Adonis, el hermano de su madre, el hijo de su abuelo, el niño que se convierte en un instante en la misma imagen de Eros, enamorará a Venus, y quizás logre vengar el sufrimiento de Mirra.
El delito está en el deseo
A través de su repetición, querida lectora, los mitos revelan lentamente las verdades humanas que necesitan ser escuchadas. Mirra sube a escena en pleno siglo XVIII. Vittorio Alfieri, un dramaturgo italiano, desarrolla con detalle la breve fábula de Ovidio y nos permite entender profundamente no sólo a sus personajes, sino algunas de las poderosas fuerzas insondables que determinan los actos humanos. Sólo un profundo exegeta del mundo clásico podría reescribir libremente el mito, con una búsqueda propia y quizás distinta a la de sus predecesores.
A diferencia de la Mirra de Ovidio, en la tragedia de Alfieri el incesto nunca se consuma. La adolescente siente el desbordamiento pasional y la tristeza ante su inminente boda con un pretendiente que ella misma, para no ceder a su pasión incestuosa, ha elegido.
Al verla confundida y enferma, presa del pathos que sospechan que se debe al amor, Cinyras, su padre, Cecri, su madre, su nodriza, e incluso su pretendiente, preocupados y unidos por el profundo amor que le tienen a la joven, intentan deshacer el compromiso matrimonial, pero la joven insiste en sostenerlo hasta que en plena boda, su cuerpo colapsa. No puede casarse. Su pretendiente, descorazonado, se suicida. El padre enojado por la necedad de Mirra, le exige la verdad.
“Sea quien sea aquel a quien amas, yo haré que sea tuyo. El orgullo necio de un rey no puede imponerse al verdadero amor de un padre. Tu amor y mi reino pueden transformar a cualquier persona humilde en alguien noble y poderoso; y aunque humilde, estoy seguro que aquel a quien amas no será indigno. Te lo suplico, habla” (Traducción propia de Alfieri, Mirra, p. 38).
Mirra se resiste, sostiene que el suyo es un amor vil e inicuo. El padre, insistente, argumenta que sólo él puede juzgar la naturaleza de su amor. “Mi padre se estremecería de horror si lo supiera. Es Cinyras”, confiesa la joven, toma la espada de su padre y la entierra en sus entrañas.
Horrorizado ante la pasión que ha inspirado en su hija, Cinyras la rechaza, le cuenta a su esposa y ambos la dejan morir sola.
En la versión de Alfieri conmueve el arco de los protagonistas. Mientras Mirra camina sin pausas hacia su autodestrucción, los padres amorosos y preocupados por la salud y la felicidad de su hija se convierten en dos personas horrorizadas por su crimen moral y por su pasión, que no sólo no entienden, sino de la que se sienten inocentes, por ello, su rechazo es definitivo.
Quien no puede permanecer indiferente es el espectador y al provocar la compasión por Mirra, Alfieri quiere que nos preguntemos si nosotros tenemos mayor claridad sobre el entramado pasional que subyace al incesto. ¿Nuestro rechazo es ciego como el de Cinyras y Cecri, o podemos ver algo más?
Mathilda, la Mirra de Mary Shelley
Más tarde, en el siglo XIX, en la Inglaterra victoriana, el mito de Mirra volvería a ser contado por una voz entrenada para retratar las tinieblas humanas. Mary Shelley, la autora de Frankenstein o el moderno prometeo, en su segunda novela, Mathilda, retoma el tema de la pasión incestuosa entre padre e hija. La escritora acababa de perder a dos de sus hijos y como registra en sus diarios, escribir fue determinante para ella: “cuando escribí Mathilda, pese a lo afligida que estaba, la inspiración bastó para calmar por un tiempo mi desdicha”.
Como en la Mirra de Alfieri, en Mathilda el incesto tampoco se consuma, pero hiere a la joven y la marca con un profundo estigma. Es la primera vez en la literatura occidental que una mujer escribe sobre el incesto (más adelante Anaïs Nin lo hará profusamente) y en este recuento es el padre, no la adolescente, quien desarrolla la pasión incestuosa.
La novela es una larga nota “casi” suicida, en la que Matilda expone sus pasiones y sus motivos para desear la muerte. En el detallado y hermoso recuento que hace de su vida, expone su relación con su padre, primero ausente, y la felicidad que le otorgó su reencuentro y su presencia, hasta que en una carta, este le confiesa la distorsión de su amor:
“Os amaba como puede imaginarse que un padre terrenal ama a la hija [… ] con una mezcla de respeto y adoración. Pero en el momento en que os vi convertida en el objeto de amor de otro hombre, cuando me di cuenta de que se os podía amar de otra forma que como objeto sagrado[…] o incluso que vos podrías amar a alguien con un sentimiento más ardiente que el que me manifestabais, entonces se despertó en mí el diablo.” (Shelley, Mathida, pp. 33)
Cuando conoce la pasión que ha despertado en su padre, Matilda se horroriza. Ante el rechazo, el padre abandona su propiedad, viaja al mar y se deja ahogar por las olas. Matilda lo sigue, encuentra su cuerpo sin vida y nunca más puede recuperarse. La herida del amor incestuoso de su padre es profunda, vive con vergüenza y culpa. Su anhelo es morir, reencontrar a su padre y volver a experimentar el amor idílico que tuvieron durante el tiempo poco tiempo que estuvieron juntos.
“En realidad estoy enamorada de la muerte, ninguna doncella ha contemplado su atuendo nupcial con mayor gozo que yo al imaginar mi cuerpo envuelto en en el sudario. ¿Será ese mi vestido de novia? Solo él me unirá a mi padre, en esa unión eterna y sutil en la que nunca más podremos separarnos” (Ibid, p. 67).
Si ya Alfieri nos había predispuesto hacia la compasión por la atribulada y confundida Mirra, en Mathilda, Shelley nos permite entender más profundamente las fuerzas involucradas en la relación incestuosa. Matilda anhela la presencia idealizada del padre, anhela su pertenencia, su abrazo y su mirada. Pero Matilda no es una niña, la culpa que siente y la fuerza simbólica de los elementos de la naturaleza en la narración, muestran su conciencia de la seducción velada que ha establecido con su padre. Asimismo, a diferencia de la versión latina de Ovidio o de Alfieri, el padre tiene consciencia de esta seducción, sabe que no es un ente pasivo, no es un “inocente” y ciego Cinyras, que no entiende la relación que ha desarrollado con su hija. Como adulto, es consciente de la proximidad del incesto.
“La sombra lastimera de Mirra antigua”
En el siglo XX tanto Sigmund Freud, al explicar la relación entre cultura y neurosis, como Claude Lévi-Strauss, al explicar la relación entre lenguaje y civilización, sostuvieron que la prohibición del incesto tiene un papel civilizatorio fundamental. Freud argumentaba que en la renuncia al incesto, al canibalismo y al placer del asesinato, se funda la cultura y la civilización, sin embargo, que estos instintos “renacen con cada niño” y deben ser superados en su desarrollo psiquico. Lévi-Strauss, por su parte, sostuvo que la prohibición del incesto propició la cooperación entre diferentes tribus y por lo tanto, la civilización, pues convirtió a la mujer en un importante objeto de intercambio al prohibir su apropiación por los hombres de su propio grupo familiar. Ambos asumen que el incesto es una prohibición acatada casi universalmente y esa es la idea que ha sobrevivido en nuestro “imaginario”.
Sin embargo, en 1981 la psiquiatra estadounidense, Judith Lewis Herman, en su libro Father – Daughter Incest, cuestiona radicalmente las ideas que prevalecen sobre el incesto a través de un estudio de 40 casos de pacientes que fueron víctimas de este tipo de relación.
El primer capítulo de su libro se titula “Una situación común” y retoma la siguiente afirmación Freud:
En la época en que el principal interés se dirigía al descubrimiento de traumas sexuales infantiles, casi todas mis pacientes mujeres me referían que habían sido seducidas por su padre. Al fin tuve que llegar a la conclusión de que esos informes eran falsos, y así comprendí que los síntomas histéricos derivan de fantasías, no de episodios reales. Sólo más tarde pude discernir en esta fantasía de seducción por el padre la expresión del complejo de Edipo típico en la mujer.” (Freud, 1933, pp. 111-112).
Judith Lewis Herman subraya que desde sus años formativos, Freud “se topa” con el incesto, pues sus pacientes, mujeres provenientes de familias prósperas y convencionales, reportan una y otra vez que en su infancia habían sido molestadas sexualmente por hombres de su círculo familiar más cercano. Freud inicialmente les creyó y reconoció la importancia de sus testimonios al proponer la hipótesis de que el origen de toda neurosis radicaba en un trauma sexual infantil. Sin embargo, “Freud nunca se sintió cómodo con este descubrimiento”:
[…] si los testimonios de sus pacientes eran verdaderos, entonces el incesto no era un abuso inusual que sólo tenía lugar en las familias pobres y poco educadas, sino un fenómeno endémico a la familia patriarcal. Reconociendo el desafío que esto implicaba a los valores patriarcales, Freud se negó a reconocer a los padres como agresores sexuales (Lewis Harman, 1981, pp. 8-9).
Como señala la psiquiatra estadounidense, la verdad es, querida lectora, que la creencia de que el incesto es extremadamente raro ha resultado cómodo tanto para la sociedad como para los perpetradores del abuso en que resulta el incesto, pues lo invisibiliza y pone la responsabilidad y la culpa en las niñas.
Es la ignorancia sobre la sexualidad infantil y la “ceguera” ante las dinámicas de poder en las relaciones familiares las que posibilitan este y otro tipo de abusos. La mayoría de las madres y padres no saben cómo manejar el despertar sexual de sus hijas e hijos y reaccionan, ya sea reprimiendo su energía sexual, o bien, consciente o inconscientemente, utilizándola para su propia satisfacción, generándoles profundas heridas de por vida.
En nuestros tiempos, el incesto entre padre e hija sigue siendo explorado, no sólo en los pastiches de la industria pornográfica, sino en distintas narrativas. Muchas de las películas sobre el tema suponen una distancia previa entre la hija y el padre incestuoso, asumiendo que el deseo entre el padre y la hija surge porque son como dos extraños y no se alimentó el vinculo filial, lo cual evita confrontar las dinámicas de poder y seducción, conscientes e inconscientes, que existen al interior de las familias, que son las que dan lugar al incesto.
Carl Jung llamó “complejo de Electra”, al “complejo de Edipo” cuando el impulso de la sexualidad infantil (de la niña) se dirige a su padre. Quizás Jung no conocía el mito de Mirra, que podría ilustrar de una manera más profunda ese “fenómeno” psíquico y relacional. Lo que en realidad hace la pobre Electra es vengar la muerte del padre, pero quizás la venganza sea más natural y tolerable para nuestra sociedad, que el incesto, o el amor distorsionado de la hija y el reconocimiento de la seducción activa del padre.
Y esta es, querida lectora, como la nombró Dante en su Infierno, “la sombra lastimera de Mirra antigua”, que aún se proyecta sobre nosotras.